RITOS Y CEREMONIAS: DIFERENCIAS
La
palabra «ceremonia» la tomamos en el sentido que tiene en el lenguaje
actual, y que es suficientemente conocido por todo el mundo como para
que no haya lugar a insistir más sobre ello: en suma, se trata siempre
de una manifestación que implica un mayor o menor grado de despliegue
de pompa exterior.
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Tenida magna de la Gran Logia Unida
de Inglaterra bajo la presidencia del Gran Maestro, el duque de
Kent
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Por
otra parte, no es menos evidente que existen también, y en nuestra
época más que nunca, una multitud de ceremonias que no tienen más que
un carácter puramente profano, y que, por consiguiente, no están
ligadas al cumplimiento de ningún rito, y a las que, si se ha llegado
a decorarlas con el nombre de ritos, no es más que por uno de esos
prodigiosos abusos de lenguaje que tenemos que denunciar tan
frecuentemente.
Ello
se explica por el hecho de que, bajo todas esas cosas, hay una
intención de instituir en efecto «pseudoritos» destinados a suplantar
a los verdaderos ritos religiosos, pero que, naturalmente, no pueden
imitar a éstos más que de una manera completamente exterior, es decir,
precisamente solo por su lado «ceremonial». El rito mismo, del que la
ceremonia no era en cierto modo más que una simple «envoltura», es
desde entonces enteramente inexistente, puesto que no podría haber
ningún rito profano, lo que sería una contradicción en los términos.
Si
uno se remonta a los orígenes, el rito no es otra cosa que «lo que es
conforme al orden», según la acepción del término sánscrito rita;
así pues, es lo único realmente «normal», mientras que la ceremonia,
por el contrario, da siempre e inevitablemente la impresión de algo
más o menos anormal, fuera del curso habitual y regular de los
acontecimientos que llenan el resto de la existencia.
Toda
ceremonia tiene un carácter artificial, incluso convencional por así
decir, porque, en definitiva, no es más que el producto de una
elaboración completamente humana; incluso si está destinada a
acompañar un rito, este carácter se opone al del rito mismo, que, por
el contrario, conlleva esencialmente un elemento «no humano». Aquel
que cumple un rito, si ha alcanzado un cierto grado de conocimiento
efectivo, puede y debe tener incluso consciencia de que se trata de
algo que le rebasa, que no depende de ninguna manera de su iniciativa
individual; pero, en lo que se refiere a las ceremonias, sí pueden ser
imponentes para aquellos que asisten a ellas, y que se encuentran
reducidos en ellas a un papel de simples espectadores más bien que de
«participantes», está muy claro que aquellos que las organizan y que
regulan su ordenanza saben perfectamente a qué atenerse a su respecto
y se dan perfecta cuenta que toda la eficacia que se puede escapar de
ellas está subordinada enteramente a las disposiciones tomadas por
ellos mismos y a la manera más o menos satisfactoria en que sean
ejecutadas.
En
efecto, esta eficacia, por eso mismo de que no hay en ella nada que no
sea humano, no puede ser de un orden verdaderamente profundo, y no es
en suma sino puramente «psicológica»; por eso es por lo que se puede
decir que se trata efectivamente de impresionar a los asistentes o de
imponerse a ellos por toda suerte de medios sensibles; y, en el
lenguaje ordinario mismo, uno de los mayores elogios que se pueda
hacer de una ceremonia, ¿no es justamente calificarla de «imponente»,
sin que, por lo demás, el verdadero sentido de este epíteto sea
generalmente bien comprendido?
Destacamos todavía, a este propósito, que aquellos que no quieren
reconocer en los ritos más que efectos de orden «psicológico» los
confunden también en eso, quizás sin apercibirse de ello, con las
ceremonias, puesto que desconocen su carácter «no humano», en virtud
del cual sus efectos reales, en tanto que ritos propiamente dichos e
independientemente de toda circunstancia accesoria, son al contrario
de un orden totalmente diferente de ese.
En
suma, el «ceremonialismo» no es la observancia del ritual, es más bien
el olvido de su valor profundo y de su significación real, la
materialización más o menos grosera de las concepciones que se hacen
de su naturaleza y de su papel, y, finalmente, el desconocimiento de
lo «no humano» en provecho de lo humano.
Extractado de: René Guénon,
Apercepciones sobre la Iniciación,
capítulo XIX.
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